<< Quererte no fue cosa de un día y eso, creo, lo hace mejor >>
Tienes once y te dicen que tu madre acaba de morir, tienes que avisar a tu padre. Te coge el teléfono, sueltas "mamá murió", cuelgas y no vuelves a coger. Tu padre jamás te echa en cara nada.
Tienes trece y te da un coma etílico, cuando te llevan al hospital dices "papá, déjame morir", lo oyes llorar... jamás te echa en cara nada.
Tienes catorce y apareces en casa de tu padre con una cresta rubia.
Tu abuelo amenaza con raparte pero tu padre sólo se echa a reír.
Tienes quince y estás completamente descontrolada, pides que te lleven a un internado, papá paga el mejor que puede encontrar.
Tienes dieciséis y dices que si apruebas quieres un piercing, tu padre te acompaña, te haces dos y le parece bien.
Tienes dieciocho y apareces con tu primer tatuaje, tres o cuatro piercings más y tu padre sólo te mira y sonríe.
Tienes diecinueve y dices que te vas, a 300 km de distancia, por amor. Tu padre te mira y te dice que hagas lo que te haga feliz.
Tienes veintidós, llamas llorando, dices que has vuelto y que no te sientes bien. Tu padre te tranquiliza y te dice que él sólo quiere que seas feliz y que cuando quieras, su casa es tu casa.
Tienes veintitrés, no puedes más. Estás confundida, angustiada y no sabes que hacer. Tu padre te acoge, te abraza y te repite "vamos a hacer lo que haga falta para que estés bien, lo importante es que seas feliz".
Doce años se resumen fácil, eh.
El día en que me case, si lo hago, será un hombre que se parezca a ti, aunque dudo que lo haga porque jamás encontraré a ninguno que te llegue a la suela de los zapatos, papu.
Gracias, por siempre -y a pesar de todo- dejarme ser.